Por los caminos de la tarde, entre huertos y zarzales repletos de murmullos del otoño, regresamos al pueblo
−apacible, retraído y en paz
− de nuestro lento paseo a la luz mágica de la hora última. Y sobre los tejados flota, ingrávido y fantasmal, un tenue velo blanco tejido por las calmas volutas de humo de las chimeneas. De pronto, desde algún brasero que nos devuelve a la infancia, tira de nosotros un sabroso aroma inmemorial: ¡Humo de castañas!