Desde los aleros de las casas, un trino alegre como las risas de los niños distrae nuestro paseo por el pueblo en esta noche de fuego, cuyo calor derrite las estrellas y calla el canto de los grillos. Como cada atardecer desde que echaran a volar, aún vuelven los aviones a dormir al nido, apretadas bolitas de peluche blanquinegro asomadas, curiosonas, a la ventanita de sus cuencos humildes de barro.