El viento del otoño llenó los campos de coloridas hojas muertas de los árboles desnudos, y de vivaces pájaros invernantes llegados del norte y de las alturas del interior. En esta linde del pueblo con las huertas, orilla del parque y del paseo arbolado que lleva a la escuela, cada banco, poste o rama aislada sirven de posadero a esos pequeños pájaros ahumados, de frenéticas colas naranjas, que son los colirrojos tizones. Ahí pasan el día, atrapando pequeños invertebrados que sobreviven al frío, engullendo alguna semilla, picando unas bayas, visitando nuestro comedero... Hasta que al caer la tarde desaparecen. Queda mudo de sus tac-tacs el paseo. Y sólo nosotros sabemos dónde van.
Ya en casa, subimos despacio las escaleras. Salimos a la azotea. Alzamos la vista. Y, acurrucadas junto a las vigas del porche, pasan la noche fría numerosas bolitas de plumas grises con brillantes ojos de azabache.
¡Chisssssh, silencio!