Hay algo mágico en calzarse las botas de agua, colgarse los prismáticos al cuello y perderse en la inmensidad ocre, verde y plata del humedal. Atrás quedan el ruido, los caminos transitados y se abre un mundo antiguo y nuevo a un tiempo, donde es reina la emoción. Y en la hospitalidad amable y cálida de los cenagales le inunda a uno un sosiego indescriptible, la certeza de no ser espectador sino parte, una sensación auténtica de paz.