jueves, 20 de octubre de 2011

La alegría de observar las aves

Foto: A. Trepte.
Esta mañana templada de octubre, de un limpio cielo azul veranillo de San Miguel con retraso o de San Martín adelantado, la he pasado en la orilla de mi laguna favorita, de aguas calmas y reflejadas de un añil desleído, a un corto paseo en bici de distancia desde casa.


Y, allí, la caricia de la brisa leve bajo el sol tibio de otoño, el aroma verde y agraz de la vegetación palustre, y el latido de multitudes de alas y trinos en torno, me han incorporado a tal punto como parte de esos instantes infinitos que ¿me guardarás el secreto? han llegado a saltarme lágrimas de pura alegría incontenible, como con el alma plena y expansiva...


Y, a cada paso, la sorpresa del descubrimiento: el río interminable de alondras, golondrinas, fringílidos y lavanderas migrando; el primer aguilucho pálido, la excepcional bandada de dos docenas de espátulas en paso, los grupos de patos salvajes cercetas, azulones, cucharas, rabudos, silbones alzando ruidosamente el vuelo levantados por los laguneros, águilas calzadas y ratoneros; una uve de grullas altas, imponentes; diminutos mosquiteros, buitrones y currucas emboscados en la maraña; un rascón escurridizo en un claro; las esbeltas garcetas grandes y el graznido bronco de las reales; un alcotán atrapando al vuelo las libélulas recién metamorfoseadas que lo inundan todo... Como pocas veces, ni un pedazo de cielo, de agua, de vegetación o de suelo sin el regalo de un ave.
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