Foto: A. Trepte. |
Y, allí, la caricia de la brisa leve bajo el sol tibio de otoño, el aroma verde y agraz de la vegetación palustre, y el latido de multitudes de alas y trinos en torno, me han incorporado a tal punto como parte de esos instantes infinitos que ─¿me guardarás el secreto?─ han llegado a saltarme lágrimas de pura alegría incontenible, como con el alma plena y expansiva...
Y, a cada paso, la sorpresa del descubrimiento: el río interminable de alondras, golondrinas, fringílidos y lavanderas migrando; el primer aguilucho pálido, la excepcional bandada de dos docenas de espátulas en paso, los grupos de patos salvajes ─cercetas, azulones, cucharas, rabudos, silbones─ alzando ruidosamente el vuelo levantados por los laguneros, águilas calzadas y ratoneros; una uve de grullas altas, imponentes; diminutos mosquiteros, buitrones y currucas emboscados en la maraña; un rascón escurridizo en un claro; las esbeltas garcetas grandes y el graznido bronco de las reales; un alcotán atrapando al vuelo las libélulas recién metamorfoseadas que lo inundan todo... Como pocas veces, ni un pedazo de cielo, de agua, de vegetación o de suelo sin el regalo de un ave.